A principios del siglo XIX,
Europa continuaba siendo el centro del mundo, y la civilización desarrollada en
ella, la más avanzada en todo sentido. La mayoría de los autores coincidieron
en que solo podían establecerse algunas pautas que dan la clave del origen de
esa marcha ascendente de la civilización occidental sobre las demás. En extrema
síntesis, estas pautas son:
Una base científica, proveniente de Grecia y fundamentalmente a través
de la Metafísica y la Lógica; punto de partida de las demás ciencias que se
desarrollarían en el futuro (entre ellas la Matemática, que a partir de
Descartes y Galileo sustituirían a la Metafísica en el papel de saber
científico rector)
Una base espiritual, el cristianismo, aportando toda la energía de una
religión viril y de acción por excelencia que lejos de agotarse en una actitud
meramente contemplativa, implica un compromiso del hombre frente al mundo y a
sus semejantes, en procura de su destino trascendente.
Una base jurídica, de no menor fuerza e importancia, y con vigencia
permanente: el Derecho Romano.
Ese desarrollo armonioso
inicial de las bases científica y espiritual, a partir de la Edad Moderna fue
reemplazado por un esquema caracterizado por:
Un creciente y sostenido desarrollo (cuantitativo y cualitativo)
de las ciencias; y de la técnica que de ellas se derivaron.
Una creciente y sostenida pérdida de impulso y de influencia de la
Iglesia, en especial a partir de la Reforma Protestante que originó la
primera fractura de su unidad.
La humanidad vio así como
las concepciones filosóficas, políticas, sociales y religiosas fueron
“evolucionando” hasta teñirse de dos rasgos esenciales: se fueron transformando
cada vez más en materialistas y ateas. Es decir, se fue sustituyendo la
concepción cristiana del hombre por una concepción
naturalista fundada en su bondad
natural.
Algunas de las principales
manifestaciones a las cuales nos referimos son: el racionalismo, el
utilitarismo, el naturalismo, el individualismo, el hedonismo, las teorías
sociales de Rousseau, el deísmo…………….
Llegamos entonces a
proclamar la suficiencia absoluta del
hombre en todos los órdenes de la vida, sin necesidad de ocuparse del “más allá”.
Y es en esta concepción
fundamental donde encontramos la base común del liberalismo y del marxismo.
Así como la Revolución
Intelectual del siglo XVIII proporcionó las bases, la Revolución Industrial
alcanzó su cenit, y con ella el liberalismo,
que es su alma.
Pero la puesta en práctica
de sus principios en el campo económico, a la par que un progreso sin precedentes
en lo científico-técnico, engendró una situación social deprimente que reclamó
soluciones.
Y fue precisamente por alguna
forma de “ausencia expectante” o “accionar insuficiente” de la Iglesia
Católica, que esas soluciones provinieron del tronco materialista y ateo: nació
así la teoría marxista.
Podemos definir el
liberalismo como una cosmovisión,
una visión global del hombre y del mundo,
basada en la absoluta e incondicional libertad individual. Según el campo
en que se aplique, esta concepción se transformará en doctrina política (liberalismo político), y en doctrina económica (liberalismo económico)
¿Cómo se concretan en la
práctica?
- Como
formas de gobierno: en democracias representativas (Repúblicas o
Monarquías Constitucionales)
- Como
sistema político: en instauración del Estado liberal capitalista
- Como
sistema económico: en el Capitalismo Liberal
Para no extendernos, el
liberalismo mostró, en el momento histórico tratado (s XIX) por un lado los
aportes beneficiosos de ideales de libertad, de sistemas de gobierno y
estructuración de sociedades basadas en una ley fundamental (Constitución), de
la división de los poderes y de la posibilidad de participación de todos los
ciudadanos en la elección de sus gobernantes y representantes. Pero por otra
parte, su praxis, especialmente en el campo económico (capitalismo liberal),
junto con los enormes progresos materiales, científicos y tecnológicos,
transformó aquellos ideales de libertad y de formas democráticas de gobierno y
estilo de vida en una verdadera ficción
por el precio humano y sus consecuencias sociales, producto de la
materialización de sus concepciones básicas. Finalizamos diciendo que las
consecuencias lógicas del “homo economicus” o el “homo faber”, que no tiene
otro horizonte que la vida terrena, lo llevaron a fijarse como fines últimos:
el espíritu de lucro, la instalación confortable en esta tierra, el ideal del
éxito y el poder de la riqueza.
Nos hemos animado a decir
que la voz de la Iglesia fue insuficiente, aunque hemos tenido en cuenta las encíclicas
“Rerun novarum”, “Quadragesimo anno” y “Divini redemptoris”, así como sabemos
de la existencia de otros documentos pontificios rectores.
Y, considerando las
exigencias de la hora actual para Argentina y para el mundo, en esta Semana
Santa analizamos estos conceptos albergando con renovada esperanza que el
advenimiento del Sumo Pontífice
Francisco I, nos oriente en la búsqueda de un camino mejor.